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Mis espejitos valen lo mismo, dijo Cortés

Soriana le puede vender sus tarjetas prepagadas a quién le pegue su real gana; ésa es la verdad. Y el PRI le puede comprar a Soriana tantos miles de tarjetas como le pegue también su regalada gana; tampoco en éso hay discusión. El único problema es que el PRI regaló a los ciudadanos -a cambio de su voto- las tarjetas que le compra a Soriana. Y como alguna vez exclamó sir Winston Churchill al pronunciar un famoso discurso en el parlamento inglés: «¡Ái ta’la chingadera!» Ni el PRI ni ningún otro partido político, en tiempos electorales, debe hacerlo. Suena simple, pero en resumidas cuentas en ello radica gran parte del conflicto que tiene movilizados a un montón de nuestros compatriotas y dividida a la opinión pública (así como a la publicada) en los últimos días. Y el Tribunal Federal Electoral, merced a dicha situación, cuenta hoy -más que nunca- con una buena razón para existir en la vida política mexicana. Habrá que ver qué cuentas rinde frente a las impugnaciones.  


Pero en este caso de marras hay algo peor aún, por lo irónico: muchas de ésas tarjetas después de la elección ya no tenían fondos, así como muchos de los dineros que se destinaron a pagar operadores políticos rentados, que acarrearan votantes a las urnas, al saberse del virtual triunfo, jamás llegaron a sus destinatarios finales. Parece una obviedad, pero el modus operandis, el mapache style digamos, garantiza no sólo que se obtengan votos espurios sino que cada quién -a río revuelto- se lleve su tajada. «De que la perra es brava, hasta los de la casa muerde» decía mi abuela.  


No debiera de sorprenderle a nadie. El PRI así funciona y así ha funcionado siempre. A pesar de la juventud, la galanura y la pretendida imagen fresca de su candidato, quedó plenamente demostrado que las malas mañas no se le han quitado al tricolor. Malas mañas ancestrales, cabe resaltar. Y no tendrían porqué quitárseles. Si se les quitan ya no funcionan o serían otro tipo de organización, pero no el PRI. Son su esencia. A pesar de los muchos despistados por la televisión, o de los ignorantes bienintencionados que créen que el pasado puede ser mejor que el futuro, o de los corrompibles buscadores del beneficio propio o de los fervientes adoradores del Parque Jurásico -que también los hay- se trata de la misma, eterna e invariable, cara monstruosa del tiranosaurio que ahora se cubre con una máscara de chamaquito lindo. Pero la máscara no alcanza para ocultar su enorme cola escamosa. 


El repunte del PRI en parte habría que atribuirlo -amén de sus prácticas fraudulentas- a la mezcla entre pobreza, desinformación, frivolidad y conservadurismo del electorado mexicano y también -¿porqué no?- a la impaciencia de una ciudadanía harta del espectáculo diario de incertidumbre, falta de oportunidades y muerte. La gente anhela volver a un pasado del que tiene la equivocada ilusión que fue mejor. Es una especie, distinta en la forma pero idéntica en el fondo, del voto del miedo que todo partido en el poder (o empoderado) trata de propiciar: hay que conservar lo que se tiene, aunque esté medio jodido, porque nadie sabe si puede empeorar (pero lo que es seguro es que mi adversario lo va a empeorar) La vieja fórmula «voten por mí o se los carga el payaso» pues. Miedos atávicos ante los que el status quo resulta muy reconfortante. El problema es que a estas alturas tampoco nadie sabe cuál es exactamente el mentado status quo…


Por supuesto, cualquiera que prometa parar la guerra en las calles resulta muy atractivo. Pero el secretito, las letra pequeña del instructivo digamos, advierte que el proponente puede parar «su participación» en el conflicto (la del gobierno federal), aunque no la conflagración en su totalidad, la cual ya va bien encarrerada, al igual que la rampante injusticia económica. Ambos fenómenos tienen su dinámica propia, ajena por completo a las buenas intenciones partidistas e incluso a los esfuerzos del estado nacional, que para revertirlos -a nuestro juicio- casi tendría que refundarse. En suma: el PRI propuso un magnífico catálogo de espejitos y cuentas de colores que buena parte del electorado consumió con avidez, edulcorado por la cara bonita de un hombre que parece compartir con la mayoría de su pueblo la falta de luces y la dislexia verbal.


«¿Qué hacer?» se preguntaba Lenin y luego armó un desmadre histórico. Hagamos lo más simple: preparémonos a defender la limpieza de la elección y después ya veremos…  

 

Por Gabriel Mendoza




      




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