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Cargando la Cruz

Por Jimena Quintana.-
La ciudad quedó vacía. Durante casi cuatro días podías atravesar el Distrito Federal en menos de la mitad del tiempo que se suele hacer. Las calles estaban desiertas por que muchos salieron de vacaciones. La Semana Santa fue la razón. A través de las redes sociales se publicaban constantemente las fotos en la playa o los pueblos del interior de la república a los que visitaron durante este puente. Recordé que mi padre solía contarme cómo durante la pascua no se escuchaba música ni se veía televisión en su casa, por que eran días para reflexionar; por que se estaba de luto por la muerte de Cristo. A pesar de que miles de personas salieron a distraerse unos días fuera de esta caótica metrópoli, dentro de la ciudad, aproximadamente 2 millones de personas, se dieron cita en la delegación Iztapalapa para observar la tradicional representación de la Pasión de Cristo.  El pasado 3 de abril, el Jefe de Gobierno de la Ciudad de México, Marcelo Ebrard, declaró precisamente esta legendaria representación como Patrimonio Intangible Cultural de la Ciudad de México.

La leyenda cuenta que los pueblos de Iztapalapa fueron azotados, alrededor del año 1833, por la epidemia del cólera. Sus habitantes elevaron sus plegarias a Dios, para que éste los socorriera. Algunos días pasaron y la epidemia desapareció de esos lugares. Además, en el pueblo de San Lorenzo, de los pies de un árbol de ahuehuete brotó un manantial cuya agua era curativa.

Así que desde 1843, como muestra de agradecimiento por haber salvado a los habitantes, los pueblos de San Lucas, Santa Bárbara, San Ignacio, San Pablo, San José, San Pedro, La Asunción y San Miguel, organizan la puesta en escena de la Vida, Pasión, Muerte, Resurrección y Ascensión de Cristo. Los preparativos para dicho acontecimiento no son cosa fácil. Seleccionan cuidadosamente a los que habrán de formar parte del elenco. Deberán ser, en primera instancia, originarios de los ocho barrios de la delegación, hijos de padres oriundos de Iztapalapa, poseer habilidad histriónica, no tener vicios y ser católicos. Los propios actores son los que diseñan y elaboran los diferentes escenarios año con año.

Dados todos esos antecedentes decidí ir, por primera vez, el viernes santo a Iztapalapa. Me bajé en la estación del metro Cerro de la Estrella, dónde antes de salir se podía escuchar toda la algarabía que había en la calle. Ya en ella se veía una serie de puestos que vendían comida pan, discos y recuerdos alusivos al tema. Como era la primera vez que visitaba aquel lugar, decidí dejarme llevar por la fila de personas que subían, segura de que me conducirían hasta al sitio donde se realizaría la crucifixión. La plaza estaba llena de gente. Familias enteras llevaban banquitos de madera, petates, cobijas o bien se sentaban en el suelo alrededor de la ruta que habría de recorrer David López Domínguez, quien personificó a Cristo en esta ocasión, cargando la cruz con la que posteriormente lo crucificarían. También estaban reunidas alrededor de las diversas pantallas por las que se podía observar, en esos momentos, cómo Cristo era llevado a juicio ante Poncio Pilatos y a Herodes, y fue condenado a la Cruz. La ruta estaba custodiada por cientos de policías y protección civil. Había, además, miembros de la policía montada, que llenaban el ambiente de un terrible hedor. El camino de la crucifixión estaba transitado por varios penitentes. Los penitentes son en su mayoría hombres, de diferentes edades, que caminan descalzos, cargan una cruz y llevan en la cabeza una corona de espinas como a manera de prueba. Varios de ellos lo hacen año con año. “Ese que va allá es compañero de la escuela de mi hijo”- Señaló una señora al ver pasar a un niño de aproximadamente 12 años que cargaba su cruz. Poco a poco el lugar se fue llenando de gente. El cerro prácticamente no tiene pasto, sólo es tierra seca que con el aire se levanta y se convierte en tolvanera. A pesar de eso las personas permanecieron ahí y se fueron reuniendo cada vez más, poco a poco. Al filo de las tres de la tarde, en el Cerro de la Estrella, crucificaron a Jesús. Ni la bóveda celeste se oscureció, ni surcaron presagios divinos el cielo. La gente permaneció en silencio. Estaban conmovidos. “Dios mío, en tus manos encomiendo mi espíritu” – dijo Jesús, es decir un hombre de carne y hueso llamado David López Domínguez quien, por la actitud de los presentes, pasó exitosamente la prueba. Así concluyó el Vía Crucis número 169 en uno de los pueblos mejor organizados y de más tradición en esta Ciudad de los Palacios.

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