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Seguro inseguro

Por Jimena Quintana.- El tema de la seguridad está de moda en todo el país. Es uno de los puntos a tratar en las campañas de los candidatos a la presidencia. Es una de las peticiones que todos los habitantes de este país solicitamos, cada vez con más vehemencia, a nuestras autoridades. Alguna vez escuché decir, no recuerdo a quién, que era una de las garantías mínimas que un ciudadano debía tener, y que inclusive, mientras ese rubro estuviera cubierto, los demás, hasta el del empleo, podían no estar tan bien.

Las grandes ciudades tienen siempre la fama de ser inseguras. Supongo que esto se debe al gran número de personas que en ellas vivimos y que, gracias a ello, nos podemos ocultar fácilmente en el anonimato. En una ciudad es muy fácil desaparecer. La Ciudad de México no se ha salvado de esa fama. Las personas que la visitan siempre piensan en ello. Algunas opinan que no podrían vivir en un lugar en el que constantemente tuvieran el riesgo de ser agredidos de alguna forma. En estos últimos años ha sido irónico como la ciudad se ha convertido en uno de los lugares más seguros de la República. Aún con eso no significa que estamos exentos de la violencia citadina. Y es que hasta en eso en la ciudad hay variedad. Puedes estar caminando por la calle y ser objeto de la “admiración” de algún fulano o fulana cuya mirada resulta casi obscena.  O bien ser “sabroseado” por manos anónimas que se ocultan en la muchedumbre de las mañanas, o las tardes, en el metro.  Las hay también mucho más graves. Aquellas en las que tu integridad o tu vida están en juego. Si hiciéramos una estadística de cuántas personas han sido asaltadas en el distrito federal seguro el porcentaje sería elevado. Yo era una de ese escaso porcentaje que se había salvado de ser asaltada.

Hace un par de días, después de un recorrido sabatino y tranquilo por uno de los parques de la ciudad, una amiga y yo decidimos deleitar el paladar en un restaurante de comida rusa. Eran las seis de la tarde. Las calles estaban muy transitadas y aún faltaba como una hora para que el sol se metiera dando paso a la obscuridad de la noche. Entramos y nos sentamos en una de las 9 mesitas que había en el local. Mi amiga se sentó de frente a la entrada y yo de espaldas a ella. Nos dieron la carta y minutos después nos tomaron la orden.  Estábamos esperando con gran ansiedad nuestros platillos cuando de pronto la mesa se cimbró y escuché un fuerte estruendo. Debido a los últimos acontecimientos en la ciudad, lo primero que pensé es que estaba temblando y que algo se había caído causando el fuerte sonido. En la cara de mi acompañante pude ver que no era así y que algo grave estaba pasando. Yo, debido al estrépito, había quedado sorda. Un individuo entró al recinto y recorrió el local por el único pasillo por el que podías acceder a las mesas. Poco a poco recobré el oído. Cuando el dicho sujeto pasó junto a nosotras me percaté que traía un arma tipo escuadra colgada, y entendí que estaba siendo asaltada. “Celulares, sólo quiero celulares y que sea rápido”- dijo el tipo en cuestión. Enseguida volteé hacia mi bolsa que estaba junto a mí. Yo traía la cámara profesional de mi amiga y enseguida cerré mi bolsa buscando sólo el celular, que por suerte encontré rápidamente. Lo coloqué sobre la mesa y puse mis manos dónde el delincuente pudiera verlas y desvié mi mirada hacia fuera del local. Mi amiga no había encontrado su celular, pues como nos pasa a muchas de nosotras, el celular estaba hasta el fondo de su bolsa, así que puso un billete de 100 pesos esperando que fuera suficiente. Cuándo llegó a nuestra mesa tomó mi celular y el billete, pero repitió “No quiero dinero, sólo celulares”.  Después se dirigió hacia una mesa en la que estaba reunida una familia. Uno de ellos tenía su celular en la mano, que era uno austero, y por ende, el asaltante lo rechazó.  Después se dispuso a salir diciendo que no debíamos voltear a verlo “si no se los carga la chingada”-dijo, y esas fueron las únicas groserías que yo recuerdo haberle escuchado durante todo el asalto.  Oí el rechinar de las llantas de un auto en el que se había subido y huido. Fue muy rápido y nadie daba crédito de lo ocurrido, pues estaba en contra de cualquier predicción de asalto. Poco tiempo después el mesero retomó su trabajo con el mismo ahínco y nos sirvió lo que habíamos ordenado. Se veía tan rico que decidimos comerlo. Después de todo podía llevarse nuestros celulares pero arruinarnos la comida ¡nunca!  La policía llegó pocos minutos después. Uno de los patrulleros tomó nota de las pérdidas. Sin percatarse de que, tanto él como el mesero, habían estado pisando el casquillo que el delincuente había disparado causando el estruendo. Cuando se dieron cuenta tomaron un vaso de café desechable y lo pusieron sobre el casquillo, aunque ya era algo tarde por que había sido pisado innumerables veces. El patrullero regresó y nos preguntó si es que íbamos a ir a la delegación a presentar la denuncia. En una muestra de mi tremenda candidez pregunté si es que ya los habían agarrado “¡uuuuy no, pues si no estamos en la tele!”- me aclaró. Mi amiga no pudo más que soltar la risa sin poder controlarla en un buen rato, pues se acordaba una y otra vez de las incontables diferencias entre lo que se muestra en las series policiacas gringas y la cruda realidad mexicana. Después de ser contada esta historia y escuchar otras tantas experiencias, sólo queda agradecer que si bien fue violento el episodio, al menos no se lastimo a nadie. Y así se suma a una de tantas anécdotas que los capitalinos contamos día con día.

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Un comentario

  1. ‘Ilimitada es la vista del corazón…’ Muy bonito.

    Desgraciadamente la colonia Santa Ma. La Ribera es insegura, pero un Domingo al mediodía amerita una visita a un bello parque.

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